miércoles, 28 de septiembre de 2011

XIII - Cuando vuelvo de la escuela...

… reflexiono sobre la diferente medida que para valorar las circunstancias, actitudes y conductas se utiliza en según qué ámbito social. Cada profesión, colectivo, organización, tiene su propio lenguaje y una visión singularizada de lo que en torno a ellos sucede. Tienen su lado positivo, sin duda, tales particularidades en las actuaciones sectoriales, puesto que ayuda a una mejor asimilación de los mensajes por parte de los individuos de la comunidad, pero no es menos cierto que para los no iniciados pueden inducir a la confusión en el momento mismo en el que pretendan descifrar los códigos con la información de la que disponen, si ésta la adquirieron en un ámbito y ambiente distinto.

No siempre la valoración negativa por parte de un colectivo está exenta de maldad, pero puedo asegurar que así es en el caso al que quiero referirme, porque nace de un grupo de profesionales serios, rigurosos y responsables, comprometidos con los niños y con la educación. Cuando en un claustro de profesores, sesiones de coordinación o cualquier otra instancia de la actividad docente se habla de que un grupo de un determinado nivel es “malo”, se está haciendo mención a que en la comparación con otro semejante sale desfavorecido por no igualar en el nivel de conocimientos, a que un porcentaje de los alumnos puede presentar retraso madurativo por las más diversas causas, a que la relación de grupo se dificulta por motivaciones muchas veces ajenas al centro educativo. O se está refiriendo quien de manera espontánea emplea el inapropiado adjetivo al hecho de que el grupo precisa de una atención especial.

Convencido de ello estaba cuando no hace todavía un mes me enfrenté a la responsabilidad de elegir grupo de entre los dos existentes en el nivel educativo al que me adscribí. Durante el verano ya había venido recibiendo “advertencias”, por parte de algunos padres de alumnos entonces, sobre la existencia de un grupo bueno y otro no tanto. Informaciones que fueron corroboradas después por los profesionales conocedores de la situación. Tales antecedentes bastaron por sí solos para inclinar mi decisión, movido también por el deseo de comprobar una vez más que la valoración de los demás nunca ha de ser despreciada pero que no es dogma y que incluso prescribe si cambian las circunstancias y las personas.

Cuando vuelvo de la escuela me alegro en la seguridad de haber elegido bien, de tener la suerte de compartir trabajo, enseñanza y aprendizaje con un grupo extraordinario de niños y niñas que no pueden ser malos porque tienen diez años. No quiero pensar que la valoración positiva que hago de mis alumnos es reacción a la que en sentido contrario merecen muchos personajes que me desencantaron apenas empezaron a darse a conocer. Si les aprecio es porque lo valen, porque sus travesuras no son maldades en tamaño infantil sino la exteriorización de una vitalidad dependiente y necesitada de protección. Maldad es la de quienes se sirven de conocimientos y experiencias para programar sus actos destructivos con la frialdad propia del forajido y con el perverso propósito de sembrar la tierra de sal antes de que pueda otro labrarla.

Después, me he puesto a preparar el trabajo de mañana.