jueves, 15 de septiembre de 2011

IV - Cuando vuelvo de la escuela...

… lo hago pensando en el desánimo que se apodera del grupo, de cualquier grupo, cuando sus miembros advierten que, para obtener la recompensa que debería estar reservada a premiar los buenos actos, no es necesario protagonizarlos, porque el responsable de evaluar los comportamientos de cada individuo lo hace de manera discrecional, primando criterios subjetivos que, si bien nunca son positivos, se convierten en altamente perniciosos cuando son intencionados, puesto que se fundamentan en argumentos propios de quien presta atención a las vísceras antes que a la razón.

El así sesgado comportamiento del educador imposibilita el beneficio de la acción grupal porque los individuos mal dirigidos pierden la perspectiva de lo colectivo conforme tienen conciencia de que la recompensa se convierte en prebenda y las oportunidades en privilegios, que acaban por dar lugar a la aparición de castas. De esa manera, no hay quien pueda convencer a los miembros del grupo de que la fortaleza de éste será consecuencia lógica de la que cada uno le preste. Por tanto, para que los educandos maduren en la percepción de lo colectivo es imprescindible que el educador tenga claro el concepto de lo social, repartiendo tareas y exigiendo aportaciones conforme a la capacidad de cada individuo.

La educación no puede basarse en el premio y en el castigo de actitudes, sobre todo si para determinar los mismos no se tienen en cuenta las aptitudes. Pero no puede prescindir de ellos. El educador ha de reflexionar sobre la evaluación de cada uno de los actos de los educandos sobre los que tiene que decidir, porque del juicio erróneo pueden derivarse determinaciones discriminatorias que lastren peligrosamente el proceso educativo. Por tanto, reparto de tareas, exigencia de aportaciones y justa decisión sobre los comportamientos de los individuos son elementos que facilitan la existencia de un grupo consistente. Parece lógico que si se llega a esta conclusión, la insistencia sobre la necesidad de que cada uno ponga lo mejor de sí mismo a contribución del grupo es primordial.

No puedo evitar, cuando vuelvo de la escuela, pensar que la pertenencia a un grupo, a una formación política, ha llenado, y sigue llenando, parte importante de mi vida. Me pregunto si habré hecho honor a lo que ahora pienso sobre la necesidad de aportar lo mejor de las propias capacidades al grupo del que se forma parte. Me conformo pensando que incluso ahora, apartado del ejercicio de la representación política en los planos tanto orgánico como institucional, presto un buen servicio a la formación a la que pertenezco, dado que si un dirigente de ella quiere desacreditarme, no dirige ya sus dardos contra alguien de primera fila, con el consiguiente deterioro para el grupo, sino contra un ciudadano de a pie. Ya no soy protagonista de la demencial situación de meses pasados, cuando quien tenía que ser el principal valedor de una acción política se dedicaba a hostigar y vilipendiar a quien la representaba.

Después, me he puesto a preparar el trabajo de mañana.