lunes, 12 de septiembre de 2011

I - Cuando vuelvo de la escuela...

… me paro a pensar en el agradecimiento que debo a quienes se privaron de casi todo para que su hijo pudiese “ser un hombre de provecho”, que es como por aquel entonces se definía en mi pueblo a quien tenía la oportunidad de progresar en la vida sin tener que dejar de ganarla de manera honrada. No fui capaz de mucho, porque se me escaparon los masters y especialidades por la urgencia de la necesidad, pero sí de lo suficiente para no defraudarles y para cumplir la noble aspiración de mis padres de que su hijo no tuviese que condicionar el bienestar de los suyos a la propia dignidad.

Recuerdo que, cuando hace unos meses anuncié a los íntimos las intenciones de abandonar la práctica política tras las elecciones locales de mayo, algunos de ellos pusieron en duda que eso fuese a suceder. Todavía no sé si porque valoraban en exceso mi capacidad para el ejercicio de la política o porque menospreciaban mi cualificación para acometer la dura tarea de formar personas tras casi un cuarto de siglo sin hacerlo. O porque lo veían como algo tan inusual que pensaban que esos comportamientos no entran en los que alguien que se dedica a la política se decide a llevar a cabo.

Con los pies en el suelo, siempre he pensado lo mismo: me siento contento de tener la oportunidad de terminar un trabajo, que en su esencia misma es eventual, y de retomar la profesión para la que me formé. Lo veo con absoluta normalidad y con la pena de que varios millones de españoles no tengan a su alcance esa posibilidad. A quienes se han interesado por los conflictos de personalidad que puedan afectarme, les garantizo que soy capaz de vivir sin coche oficial, sin despachos ni secretarios y con el sueldo de un maestro de escuela, de la misma manera que me acostumbraré a vivir sin trabajar dieciséis horas diarias, a descansar sábados, domingos y festivos y a no atender llamadas telefónicas a horas intempestivas.

Cuando vuelvo de la escuela pienso que no he debido pagar con sumisión el pan que cada día encuentro en la mesa de mi casa. Reconozco que algo de maldad hay en ese pensamiento, puesto que me produce balsámica satisfacción imaginar la cara de azufre que se le debe poner a quien vive preso del sueño napoleónico cuando la soberbia le deja ver que todavía no tiene el poder suficiente para comprar lo que más le gustaría: la independencia de criterio de quien la tiene.

Después, me he puesto a preparar el trabajo de mañana.