jueves, 26 de agosto de 2010

No tan a la ligera

Estoy convencido, como no puede ser de otra manera queriendo ser digno de la sociedad democrática en la que vivo, de que todos los individuos que la conforman están legitimados para exponer sus opiniones sobre las más diversas cuestiones en cualquier tiempo y lugar, aunque de manera voluntaria debieran imponerse los límites del buen criterio y del respeto a los demás. Aunque es frecuente que quienes no se atienen ni al uno ni al otro aprovechen las circunstancias más inoportunas para hacer oír sus voces destempladas, ofreciendo particulares puntos de vista incluso con relación a las más espinosas situaciones.

La imprudencia ha distorsionado siempre la convivencia, pero en lo que tenía que ver con las opiniones individuales el daño apenas rebasaba el círculo íntimo de quienes se pronunciaban sobre algún asunto sin meditar lo suficiente. Sólo los personajes con un cierto grado de influencia en la sociedad, los escritores y los periodistas tenían posibilidades de trascender con sus puntos de vista los ámbitos locales. Pero ahora ha cambiado sustancialmente la situación. Las tecnologías de la información y el conocimiento, tan útiles e imprescindibles ya para casi todo, facilitan que cualquiera pueda poner sus análisis al alcance del mundo. Esta nueva posibilidad de comunicación es enriquecedora cuando los mensajes que transitan por la red responden, al menos, a ese buen criterio y respeto a los demás a los que antes me refería.

Pero nadie me discutirá que el intercambio de opiniones poco o nada razonadas es una potencial herramienta de distorsión de los asuntos tratados y propicia debates ficticios por causa de la tergiversación a la que conducen las formulaciones precipitadas que, casi siempre, son fruto más de la vehemencia que de la capacidad de discernir de sus autores.

Hago estas consideraciones a colación del debate abierto sobre si el gobierno de España ha actuado bien o mal con relación a la liberación de los dos cooperantes catalanes secuestrados durante meses por la rama magrebí de Al-Qaeda. Cualquiera con buen criterio pensaría que se trata de un asunto peliagudo, de ramificaciones complejas, sobre el que resulta arriesgado opinar a la ligera. Cualquiera con un mínimo sentido del respeto lo tendría a los dos liberados y a sus familiares y aplazaría sus comentarios, si es que realmente siente necesidad de darles salida, hasta en tanto se determine en las instancias pertinentes lo acertado o no de la acción gubernamental.

Pero, qué va. Cientos, miles, de espontáneos analistas ocupan la red con hirientes comentarios en los que, en muchos casos, no es difícil observar una clara intención de deteriorar al gobierno, por encima del afán de encontrar respuesta esclarecedora del asunto que les ocupa. Más preocupante, todavía, es observar como algunas formaciones políticas se pronuncian con una censurable falta de coherencia si el posicionamiento de ahora se enfrenta al que mantuvieron en el pasado en circunstancias parecidas. Unos y otras me llevan a pensar que, independientemente de cuál hubiese sido la actitud del gobierno, la suya hubiese sido de censura.

Pues vaya la mía para quienes ni tan siquiera han aguardado a que los dos cooperantes hayan terminado de abrazar a sus íntimos. Y, de manera especial, para aquellos a los que he escuchado o leído el peregrino argumento de que los ahora liberados son los principales culpables de su propio sufrimiento por haberse metido donde se metieron en sus afanes solidarios.

El silencio es bastante más democrático que la palabra inconsciente.