Quienes me conocen saben de mi pasión por todo lo singularmente malagueño y, de manera especial, por la fiesta de verdiales. La vinculación familiar y telúrica con la misma me llevó a su comprensión y a la consideración de los valores tradicionales que la impregnan como determinantes señas de identidad de una cultura arraigada en el tiempo y en la vocación saturnal y mediterránea de nuestra historia. La deslocalización de sus intérpretes, por causa del despoblamiento de las zonas rurales a partir de los años sesenta, aportó riesgo de desaparición de tan primitiva herramienta de expresión y diversión para muchos campesinos. Hoy, felizmente superada la etapa de transición, los jóvenes se han incorporado de manera decidida a la fiesta y, salvando el peligro de homogeneización en la interpretación, los verdiales gozan de muy buena salud. Algunos de los ritos del pasado van quedando reducidos a la memoria de los mayores, pero estos fiesteros entusiastas y comprometidos del presente los van sustituyendo por otros con los que se identifican, porque son parte de sus vidas.
El veintiséis de julio de dos mil cuatro, el Ayuntamiento de Comares erigió una estatua en bronce como homenaje a los fiesteros, evocando al unos meses antes trágicamente desaparecido Antonio Miguel Gallego Romero, panderero que fue de algunas pandas de la modalidad de toque de su tierra y reconocido por su afición e implicación en la defensa de la tradición festiva de sus antepasados.
La llegada de la democracia local supuso un salto como probablemente nunca antes se había conocido en la modernización de nuestros pueblos, avanzando de manera notable en la provisión de infraestructuras básicas, de equipamientos de toda índole y de servicios algunos años antes impensables, sobre todo en los municipios de menor número de habitantes. Ello exigió la contribución de los ciudadanos a través de una política impositiva inexistente en muchos casos, puesto que las obligaciones anteriores de los ayuntamientos para con sus vecinos se limitaban casi de manera exclusiva a facilitarles un lugar de residencia legal. El cobro de impuestos, tasas y precios públicos necesita de una maquinaria administrativa de la que la mayor parte de nuestros municipios carecían. Para facilitarles la disposición de los recursos para hacer frente a sus nuevas obligaciones, la Diputación de Málaga creó hace años el Patronato de Recaudación Provincial.
Además de gestionar el cobro de los padrones de imposición municipal, el Patronato transfiere mensualmente cantidades a cuenta del importe de los mismos, para lo que necesita acordar con entidades financieras la disposición del crédito necesario hasta en tanto se procede al cobro efectivo. Tal día como hoy de hace seis años, asistí a la firma del acuerdo correspondiente a dos mil cinco entre el Presidente de Unicaja, Braulio Medel, y el del Patronato de Recaudación Provincial, Cristóbal Torreblanca.
Quien pase por la carretera A-357, entre Málaga y Cártama, podrá apreciar que entre el núcleo histórico de esta población y el de la Estación se está levantando un complejo polideportivo, interesante tanto por la diversidad de instalaciones como por la calidad de las mismas. Entre ellas sobresale un llamativo campo de fútbol de césped artificial. No es el primero del que disfrutan los interesados en la práctica del llamado “deporte rey”, puesto que hace ya algún tiempo que están disponibles los de la Estación y el situado en el centro del núcleo matriz del municipio. En ambos tuvo que ver la Diputación, participando en la financiación de las obras a través de los Planes de Instalaciones Deportivas y otros programas inversores.
Atención a la fotografía porque recoge un momento histórico. Fue la cosa que, tras el corte de la cinta, los más pequeños de la Escuela de Fútbol de la Estación de Cártama estuvieron dando rienda suelta a sus fantasías de estrellas del fútbol sobre el recién estrenado césped, antes de dar paso a un partido de profesionales de los medios de comunicación contra diputados y políticos de la comarca. Después de darme cuenta de que a pesar de más de diez años de una hora de deporte diaria me costaba un mundo desplazarme tras el balón y que cuando opté por la más regalada posición de portero comprendí que lo más lógico era sentarse en el terreno de juego y “verlas venir”, el veintiséis de julio de dos mil ocho “colgué las botas” de manera definitiva, antes de arrastrar por los campos mi bien ganado prestigio como jugador.