Hice mención en un relato anterior a una visita a Sedella el mes de julio de dos mil diez y a las actuaciones que con financiación de la Diputación estaban en marcha en la localidad que extiende sus casas blancas en las faldas de La Maroma. Pues bien, cinco años atrás, el veinte de julio de dos mil seis, cuando más convenía para amortiguar el efecto de las altas temperaturas, inauguramos la piscina pública. Asistí a la apertura de varias de ellas a lo largo de la provincia y la secuencia del acto siempre tuvo el mismo desenlace: la zambullida alborozada de los chiquillos del lugar. Pude observar en tales ocasiones que el entusiasmo con el que los niños del presente se lanzan a la piscina es el mismo que mostrábamos hace casi medio siglo cuando a falta de modernos equipamientos deportivos y de ocio en nuestros pueblos calmábamos los rigores del verano en las pozas de los arroyos.
A pesar de los niños expectantes, a pesar de la asfixia de los casi cuarenta grados y a pesar de ese agua azul y provocadora, ahí estamos Paco y yo, de rigurosa etiqueta, con los cuellos bien abotonados, las corbatas en su sitio y las chaquetas definiendo una actitud que hoy entiendo injustificada porque ni la razón ni el protocolo deben imponer medidas tan fuera de lugar. La alcaldesa y los alcaldes asistentes, afortunadamente para ellos, ya lo entendían entonces.
Antes de subir a Sedella acompañé a Cristina Narbona, Ministra de Medio Ambiente, y al Alcalde de Algarrobo, Enrique Rojas, en la inauguración del paseo marítimo de la localidad. Como responsable público, cualquier acto de este tipo siempre me produjo la satisfacción de apreciar que nuestra provincia iba creciendo en posibilidades de aparecer atractiva ante los ojos de quienes, al desplazarse a ella, contribuyen a la fortaleza de la más importante de nuestras industrias.
Pero en la ocasión que relato, la sensación era doble, porque la zona tiene para mí una referencia afectiva muy acentuada. Conocí el escenario de la fotografía cuando la de Algarrobo Costa era una playa virgen y entre ella y la N-340 se cultivaban cañas de azúcar y se habilitaba un circunstancial campo de fútbol una vez terminada la zafra. Muchas tardes bajé con los compañeros del internado de Trayamar a jugar al fútbol y a practicar la natación en una playa en la que sólo nosotros éramos los únicos elementos ajenos a su primitiva naturaleza.
Hoy hace un año que, en el vestíbulo de la sede de la Diputación de Málaga, inauguramos la exposición “Blas Infante, Andaluz Universal”, organizada por el Centro de Estudios Andaluces con motivo de haber sido declarado dos mil diez como año de Blas Infante, al cumplirse el CXXV aniversario de su nacimiento. La exposición inició su recorrido en Málaga, para viajar después a las otras siete capitales andaluzas. Y es que nuestra provincia no sólo fue determinante en la vida de Blas Infante por razón de su nacimiento en Casares, sino que está presente a través de sus períodos de estudios en Archidona y en la capital y en el papel que Ronda jugó para consolidar su compromiso con Andalucía.
En una sociedad como la nuestra, tan dado a la exaltación de símbolos vacíos de contenido, evocar la figura de Blas Infante trasciende la mitomanía, porque conocer el pensamiento y el ejemplo del notario asesinado por la única culpa de reclamar justicia para una tierra indignamente tratada debe suponer para todo andaluz consciente la profundización en las huellas de nuestra identidad y la implicación en la tarea de superar los retos que en el presente afronta nuestra tierra.